martes, 16 de septiembre de 2008

¿Por qué lo hiciste, Ofelita?




En cualquier momento la campana estaría dando los tres toques anunciando el inicio de clase. Cada minuto que pasaba significaba acelerar los latidos de su corazón. Ofelia miró a sus compañeros de aula. Luego fijó su pupila en el tronco de naranjo de cuya rama principal pendía una casa de avispas. Recordó las ocurrencias del Director de la escuela al molestarla cada vez que los alumnos rondaban por el árbol.
—¡No debiste faltar por la mañana! —dijo, Jorge, el menor del grupo.
Ella le hizo un gesto levantando sus hombros.
—¡Todos preguntaron por ti! —continuó, Jorge, enseñándole las copias de la clase—. ¡Mira, esta estuvo difícil!. No te imaginas, casi nos suena el profesor. Estuvo terrible...
Ofelia sonrió y levantando sus manos acarició el pelo de su pequeño amigo. Después rechinaron sus dientes. Afuera se oía bulla infantil: los chicos corrían, persiguiéndose entre sí, llegando a los arcos de madera donde se trenzaban en una lucha abierta, para luego perderse por los salones. Algunas chicas jugaban con las hojas, esparciendo las gotas de lluvia.
Miró al resto de sus compañeros. Parecía que estuvieran pendientes de cuando arrancara a decir alguna palabra: Armandina mascaba la punta de un lápiz mientras, Laura, su compañera de carpeta, deshojaba las hojas de un cuaderno; Robinson, parado, de espalda al salón de clases, contemplaba el patio; Julio, el que le celebraba con cualquier muchacho, no había llegado. Sentía que, a ratos, la fusilaban con la mirada.
—¡Estoy contigo, Ofelia! —dijo, Jorge, mirándole como solía mirarle en sus momentos de ternura.
—¡Gracias, Jorgito! —contestó, Ofelia, llevándose un dedo a la boca—. Yo siempre he confiado en ti.
Pero ahora no quería confiar en nadie.
—¿Por qué lo hiciste, Ofelita? —preguntó mientras se mordía un dedo. Jorge la miró, buscando sus ojos, tratando de encontrar respuestas más allá de lo que pudiera contestarle Ofelia.
Entonces, ella cayó en cuenta que la tarde iba a ser muy larga si continuaba ahí. Jorge no preguntó más, esperaba una respuesta que Ofelia no pensaba darle. Pero él siguió mirando, como si tratara de penetrar en ella, levantando sus dos cejas, adoptando cierto aire de importancia.
—¿Qué cosa hice? —preguntó, mirando a todos.
—¡Todos lo saben! —contestó, Jorge.
La risa de Robinson no se hizo esperar. Era una risa larga, con algunos espasmos que la entrecortaban. Armandina dejó de morder la punta de su lápiz para dirigirle una mirada que ella no supo calificar. Laura abrió la boca y fue torciendo los labios como si intentara un silbido profundo. Ofelia quiso llorar, pero se mordió los labios. Estaba metida en un torbellino. Cada una la iba desmoronando con la mirada.
—¿Qué cosa saben? —preguntó con voz apagada.
Se hizo una pausa que la asustó. Después estalló un grito que hizo voltear a los muchachos que jugaban en el patio.
—¡Tú y Gustavo! —gritó, Robinson—. ¡No te hagas la loca! Les vieron escondidos entre los cañaverales —Su rostro se encendió como un leño recién prendido. Había esperado este momento para soltar su furia, desde que se enterara que Gustavo y Ofelia...
Ella sabía que llegaría este momento, no podía exigirles discreción. Pero nunca pensó que sus compañeros de aula la condenaran. Sin embargo, tal vez, habría actuado de la misma manera, ¿quién sabe?
—¡Creo que te van a expulsar! —exclamó, Jorge—. ¡Así es el comentario!
—¡Cállate! ¿Quieres? —gritó, bajando la cabeza, tratando de ordenar sus ideas—. ¡Yo no tengo la culpa!
Nadie tiene la culpa. Eso lo pensó por el camino y se lo comentó a su madre antes que llegara a enterarse por los chismes que irían sacando las comadres. Además, ¿de qué la podrían acusar? Hacía tiempo que mantenía un noviazgo secreto con Gustavo y que, ayudado por las lenguas sueltas, no podían establecer relaciones sin verse enredados en problemas que significaban castigo y burla de la gente del pueblo. Pero, ¿tendría que importarles? Movió la cabeza. Entrecerró los ojos sin darse cuenta que había congregado a todos los alumnos en el aula.
—¡Por tu culpa! —le volvió a gritar, Robinson—. ¿Crees que Gustavo regresará a la escuela?
Gustavo se lo dijo claro que, cruzando el río, se haría una chacra donde sembraría maíz y algodón en cuya entrada pondría una casita de palma con un horno al fondo, para que nunca les llegara a faltar pan; eso le fue gritando mientras arrancaba a correr, huyendo de la mirada de doña Isolina. Se frotó los ojos para esconder una posible lágrima.
—¿Falta mucho para que empiece la clase? —preguntó, limpiándose la nariz.
—¡Casi nada! —contestaron en coro.
Se levantó, sacudió su falda, llegó hasta la puerta y, sin pedir permiso a Robinson, intentó pasar.
—¿Estás escapándote? —preguntó, Robinson, sin darle pase.
Ofelia no contestó. Se quedó parada. Dio una mirada al patio donde seguían jugando los demás escolares. En cualquier momento tocarían las tres campanadas dando la señal de entrada a las aulas. No se apareció Gustavo. De repente se haya ido al otro lado del río, a construir la casa que había prometido. Pero, ella, entonces, ¿qué hacía ahí, soportando la indiferencia de sus compañeros? No se lamenta porque no hay nada de qué lamentarse. Ella siempre ha pensado que la vida le enseña a uno más de lo que debe. Gustavo y ella aprendieron demasiado pronto. El tiempo se les vino con todo con el premio de soportar los chismes de doña Isolina. Así lo comentó a Gustavo y él, riéndose, le dijo, “no hagas caso de ella” .
—¿A qué has vuelto? —preguntó, Armandina.
—¿Por qué no se callan y dejan de seguir acosándome con sus preguntas?.
—¡Vaya, vaya! —exclamó, Robinson—. ¡La señorita está alterada! ¡Disculpe, Ud...!
—¡Te hubieras quedado en casa! —siguió, Armandina.
—Vine a mirarles por última vez, pero creo que no ha valido la pena... ¡Ya me voy...!
—¿Van a tener hijos? —preguntó, Jorge, levantándose.
Ofelia se puso roja como esas mariposas que vuelan por su huerto, al mediodía.
—¡Sí! —contestó, haciendo a un lado a Robinson— ¡Y todos, escuchen bien, todos nos vamos a consumir en la chacra!
Se oyeron tres toques de campana. Se arregló el cabello. Miró a cada uno de sus compañeros. Su buen amigo, Jorgito, le apretó las manos. Se había propuesto no llorar. Mordió sus labios al sentir que un nudo se iba atracando en su garganta. Armandina alcanzó a estamparle un beso. Ofelia se quedó mirándola, sintiendo que debía correr. Al darse cuenta de la presencia del Director de la escuela, parado, detrás de ella, con las manos apoyadas sobre la cadera... recién arrancó a llorar...


...

¿Pasos?


La una de la madrugada. La luna se va ocultando poco a poco para dar paso a unas nubes negras que amenazan con malograr la noche. A las justas puede distinguir entre el follaje ayudado por una pequeña linterna. Se mueve con sumo cuidado, fijándose en casa paso que da. Observa la quebrada. Considera que es mejor seguir la corriente y caminar por sus aguas para evitar el posible tropiezo con alguna serpiente que pudiera estar enrollada en medio del camino. Evita resbalarse cogiéndose de los raigones. No le importa estar confundido entre las aguas. ¡A la hora que se le ocurre regresar a casa! El machete y la escopeta dificultan su paso, pero se las ingenia. No es la primera vez que retorna de una cacería a estas horas. Sin embargo, no deja de sentir algún cosquilleo en el cuerpo, cada vez que se encuentra solo, en medio de la selva.
Por ratos su rostro es golpeado por un viento frío que viene desde muy lejos, de allá, de arriba, de donde nace el Huayabamba. Un grillo emite un agudo chillido, estallando, seguidamente, una melodía monótona que contribuyen otros grillos. Se aturde. Una lagartija pasa fugaz por la orilla, rasgando las hojas muertas. Se agitan unas hojas de plátano que se extienden por el margen de la quebrada. Mueve la cabeza lentamente, tratando de escudriñar entre la maleza. Teme al otorongo. Lleva la mano derecha a la bolsa y coge un poco de coca. Empieza a masticar. Mientras hurga en uno de sus bolsillos en busca de un puro, escucha que hojas de retama caen sobre el agua.
Prende el puro casi al mismo tiempo que un chillido empieza a elevarse, agudo, penetrante. Mil grillos siguen con su sinfonía lúgubre. Sus oídos se agitan y cree escuchar un lento desplazamiento por la quebrada. El sabe que el agua, al golpear algunas raíces juntamente con el caer de las hojas, contribuye a crear sensaciones de ansiedad. Sin embargo, siente que alguien comienza a resbalarse entre las piedras, obligándole a girar el rostro para tratar de distinguir. Pero lo que se presenta es sólo un panorama nuboso, cuya monotonía es rota por el lento desfilar de las luciérnagas.
Pero alguien silba monte alto, monte bajo, cerca, muy cerca, casi a la orilla de la quebrada. Entonces sonríe recordando las ocurrencias de los pobladores cuando quieren asustar a los cazadores: silban imitando a los difuntos. Pero deja de sonreír cuando piensa que a esa hora es demasiado para que le jueguen una broma de mal gusto.
Otra vez escucha silbar muy cerca. Mueve la cabeza y empieza a caminar con cierto apuro, tratando de llegar al recodo donde está caído el árbol de capirona. De ahí a la casa de Mamerto era cosa de minutos. Es de la idea de aparecerse y tomar un trago para aflojar los nervios.
De pronto algo pasa rozando su cabeza, tratando de aletearlo. “Es el pajarito de la noche”, piensa. Pero ese silbido le empieza a molestar porque le impide coordinar sus movimientos. Junto a ese silbido cree percibir, nuevamente, el desplazamiento de unos pasos como los suyos, lentos y pesados; pasos que se hunden en el agua resbalándose entre las piedras; pasos que bordean la orilla y se detienen en la maleza. “Debe ser algún cazador”, piensa y pasea su mirada por los alrededores.
Sigue caminando. El viento que por ratos golpea su rostro enfriando su mejilla, trata de robarle la gorra. Empieza a dar vueltas la bola de coca masticándola suavemente. Escupe. Vuelve a sentir los pasos desplazándose tímidos y tétricos. Y lo más curioso es que cada vez lo siente más cerca. No quiere pensar. Se pasa la mano por la frente tratando de despejarse. Se detiene. Se encuentra parado en medio de la quebrada con la idea fija de voltear y apuntar la linterna hacia donde cree que provienen los pasos. Así que antes de continuar chupa el puro, da unas bocanadas de humo, escupe groseramente y voltea apuntando la interna, bruscamente, a todas direcciones.
Ahí, a unos 50 metros, borrosamente, cree distinguir una figura, parado en medio de los matorrales, con una vestimenta que le es familiar. Levanta la luz de la linterna y observa una sombra como rostro. No puede ver más. Trata de avanzar, pero la sombra empieza a alejarse separando las hojas y aplastando la hierba, haciendo crujir las ramas secas.
Se queda unos momentos tratando de razonar. ¡Extraño!, piensa. Se rasca la cabeza intentando una sonrisa con el fin de devolverse el ánimo y continuar su camino. Vuelve a enfocar tratando de descubrir algo más entre la maleza, eleva la luz hacia los árboles, apunta hacia las raíces y chicozales, luego entre las aguas de la quebrada. Pero no hay nada. Por un momento le invade un ligero estremecimiento, pero luego se sobrepone pensando que algún cazador está con ganas de jugarle una broma. Se sonríe; sin embargo, se niega a aceptar su razonamiento. Se siente pesado. Mastica la coca con más fuerza, tragándose el jugo. Se pone un poco nervioso al caérsele el cigarro entre las aguas. Se agacha y le salpican algunas burbujas mojándole el pecho.
Alguna vez se ha burlado de los cazadores que cuentan historias cada vez que salen de cacería que jamás pensó que llegara a vivir una situación como la de ahora. Saca otro puro y trata de encenderlo, pero una ráfaga de viento apaga los cerillos. Escucha, otra vez, lejano, el silbido que rompe la monotonía de la noche. Casi instintivamente coge el machete y la escopeta mientras un ligero estremecimiento la va recorriendo el cuerpo.
“Cuando seas grande, hijo, tendrás que internarte selva adentro para cazar los animales que cada día se alejan más; y eso es cosa de bravos, porque el viento penetra los huesos cuando viene cargado del frío del Huayabamba; de hombres como el silencio que hacen caso omiso al encanto embrujador de los demonios de la selva; de hombres como rocas, con el corazón fuerte y los nervios templados”; así solía decirle su padre antes de morir. Ahora le recuerda con una nitidez que le estremece. Empieza a molestarle un pequeño dolor en la boca del estómago.
Sigue caminando tratando de darle firmeza a sus pasos. “Estoy solo en medio de esta quebrada -piensa- y sin embargo siento que me vigilan”. Aunque está acostumbrado a internarse selva adentro, nunca había experimentado la sensación que ahora siente y que le han hecho recordar las frases de su padre. El silencio, que por ratos acompaña a la noche, se hace cómplice de sus temores. Siente un vacío tremendo ante la evidencia de sentirse vigilado, a esas horas de la noche, y sin posibilidades de descubrir a su perseguidor. ¿Se asustará?
Sigue caminando mascando su bola de coca y escupiendo, tratando de entretener su mente fuera de la quebrada. Levanta los ojos y se da cuenta que va llover. Empiezan a darse los primeros relámpagos iluminando la noche por fracciones de segundo. Acelera el paso. Pero he ahí que escucha, nuevamente, el silbido agudo perdiéndose entre el bosque. Se asusta y enfoca la linterna a todos lados tratando de distinguir algo. ¡Nada! Quietud por breves segundos, porque antes que él termine de apagar la linterna la selva empieza a agitarse por los muchos ruidos que se presentan; ruidos que tienden a prolongarse, que mortifican y persiguen, que vienen de lejos como perseguidos por ánimas malignas; ruidos que se acercan fugaces y se estancan en la orilla de la quebrada; como esos pasos que se arrastran muy cerca, a sus espaldas. ¿Pasos?
Otra vez siente que alguien vuelve a arrastrar los pies cerca a los matorrales, pesado, con una lentitud que le deprime. Ha empezado a caer gruesas gotas que anidan entre las hojas, golpeándolas levemente, entre las aguas de la quebrada. Entonces voltea y apunta la linterna tratando de sorprender a su perseguidor. Pero nada. Otra vez el vacío.
Sigue apuntando, ahora hacia el fondo de la quebrada, entre los peñascos, un poco hacia la orilla entre los montículos de arena. Ahí, cerca a unos troncos de plátano observa a la sombra que trata de esconder la cabeza, como no queriendo ser reconocida. Un suspiro profundo naciendo entre la maleza le escarapela el cuerpo. No tiene duda: alguien le está siguiendo y no quiere hacerse notar. Entonces le grita: “¡Cobarde! ¿Por qué te ocultas?” La lluvia le impide agudizar la visión. La sombra ha desaparecido. Sólo ve figuras borrosas que le crean confusión. ¿Cómo identirficarlo?
Camina lentamente, girando a ratos el rostro con cierta violencia, tratando de sorprender a su perseguidor. Por momentos retrocede un trecho largo. Quince minutos más y estará en el recodo donde está caído el árbol de capirona. De pronto se resbala, trata de cogerse de una peña y, ante su desesperación, suelta la linterna. Lanza un pequeño grito, busca entre las aguas, se apura sin sentir que un agudo dolor amenaza con adormecerle el pie izquierdo. “¡Maldita sea!”, grita. Se sienta sobre una roca para descansar, se saca la sandalia, tiene una torcedura en el dedo gordo, pero no le impide caminar.
Recuerda la casa de Mamerto más allá del recodo. Prende el puro, arroja un poco de humo y se levanta para reanudar el camino.
Casi no puede distinguir nada. De no ser porque la corriente de la quebrada sigue el mismo sentido que su camino hace rato que se hubiera perdido. Las luces que brindan los relámpagos le ayudan a salvar pequeños obstáculos. De pronto la selva se calla, ni siquiera el viento se atreve a golpearle el rostro como hacía unos momentos. Sonríe. Dice je, je, dos veces y luego deja escapar un grito que se eleva entre los árboles, consiguiendo que la selva se convierta en una sinfonía de chillidos y quejidos: un destello de luz le ha permitido observar una figura tres pasos delante de él. «¡Maldito!» -le grita- ¿Por qué te escondes? Nuevamente otro destello de luz le permite observar que está parado entre los troncos de plátano, cerca a la orilla, casi de espalda, algo encorvado, tocándose la cabeza con una de sus manos.
Entonces ese maldito silbido que anuncia su aparición vuelve a dejarse oír con insistencia, casi rozándole el oído. De pronto asocia la imagen con el pajarito que canta cada vez que una ánima maligna camina por la selva. Pero, ¿Por qué a él? Empieza a sentir un ligero mareo que amenaza con derribarlo. Mil formas se acercan a él: Isidoro recostado sobre la mesa, muchas velas que lo alumbran, su viuda Justina llorando, un perro que gruñe y él que la abraza mientras dirige una mirada al difunto.
Siente que sus piernas le tiemblan. Tiene que correr, si correr, pero... Trata de calmarse. Lleva las dos manos hacia la escopeta mientras el frío recorre su cuerpo. Se seca la frente con los puños, aunque la verdad de nada le sirve porque la lluvia se desata de tal manera que le impide visualizar. De pronto empieza a sentir miedo. Nuevamente un relámpago le anuncia la presencia de la sombra en medio de la maleza. Esta vez cree distinguir una sonrisa. Luego la oscuridad le sirve de marco al golpetear de la lluvia. Empieza a acelerar sus pasos sin importarle el dolor que acuna su pie izquierdo, mientras atrás cree escuchar que le imitan, arrastrando los pies, elevando quejidos y silbidos. Entonces corre mientras prepara su arma, con la idea fija de llegar al recodo lo más rápido posible y esperar su presencia, su maldita presencia. Alguien tiene que ser.
Es de la idea de disparar al primer bulto asomándose. No puede estar huyendo toda la noche. Ni bien llega se acomoda entre las ramas del árbol caído de capirona. Apunta. El viento empieza a golpear su mejilla. Quiere maldecir, pero sólo atina a morder sus labios. Suelta el machete para mejorar su posición. “Tiene que llegar y sentir la descarga de mi escopeta”. Afina el oído. Los pasos se hacen más insistentes. Son pasos de una persona grande y corpulenta, ¿Quién podrá ser?
No tiene tiempo de pensar más. Demasiado tarde para pensar. Tiene los pasos a sólo unos metros. Se agazapa, rastrilla el arma, trata de distinguir pero sólo descubre que una oscuridad lluviosa le acompaña. Nada que pueda ayudar a identificar a su perseguidor; sin embargo, le siente tan cerca que casi puede olerlo. Tiene la mano firme, puesta en el gatillo. La selva empieza a chillar mientras la lluvia se profundiza. El silbido se agudiza, cruzando la quebrada, para empozarse en ambas orillas. Entonces apunta a ciegas. “Tiene que voltear el recodo”. No le queda más que esperar. Está ahí, tenso. Sólo falta que haga su aparición y descargue su escopeta. Escucha el sonido de los pasos a escasos centímetros. No puede distinguir nada porque la oscuridad y el bullicio le aturden. Pero no tiene duda: algo se mueve entre una rama caída. Entonces el relámpago le descubre cerca a él, con los brazos extendidos y la boca abierta...
Un solo disparo estremece la selva, repercutiendo por varios segundos, mientras un agudo quejido se eleva perdiéndose entre los árboles que bordean la orilla. Después el silencio. Luego la noche es cortada por el movimiento de unas ramas al escapar animales asustados. Empieza a correr con los ojos bien abiertos dejando su bolsa de coca en medio de la quebrada. Siente que su aliento se puede cortar en cualquier momento. Corre sin detenerse varios minutos. ¿Hacia dónde? Recuerda la casa de Mamerto. Llega agitado. Golpea. Insiste. Grita. Descubre con desesperación que está solo, que no hay nadie en casa. Entonces gira el rostro con cierta angustia y se queda de espaldas hacia la puerta, arrodillándose lentamente, fijando sus ojos entre el bosque, esperando escuchar esos malditos pasos que le han estado persiguiendo. Se aferra a su escopeta, el dedo en el gatillo; y se sienta oyendo el golpetear de la lluvia sobre el techo de palma...
En ese estado se queda más de una hora, escudriñando cada rincón, sin parpadear, conteniendo el aliento y esforzándose por escuchar más allá de los que sus oídos le permiten. Está atento. Ya no cree en nada. Sabe que alguien le persigue o al menos le perseguía (no tiene dudas sobre el efecto de su disparo). Pero su preocupación, ahora, gira en torno a ¿quién pudo haber sido? Una nueva duda le empieza a atormentar: la posibilidad de haber cometido un crimen si quien le perseguía era realmente un ser humano. ¡No puede ser!
Mueve la cabeza tratando de darle firmeza a su pensamiento, pero algo en él empieza a removerle la conciencia, porque está seguro de haber acertado a algo. Estaba demasiado cerca para fallar. Pero, -piensa- vayamos por partes: «¿Qué estaba haciendo alguien, o lo que sea, a esas horas? ¿Sólo perseguirme y nada más que perseguirme? ¿Acaso me perseguía realmente o buscaba caminar en mi compañía? Lo único que había estado haciendo era caminar a mis espaldas, todo huraño, sin atreverse a pasarme la voz, ni encarar la situación». Se lamenta de no haber tenido el suficiente valor para correr tras él. De pronto se siente un torpe, cobarde, con ganas de abofetearse y recibir los peores insultos del poblado. ¡Dejarse llevar por el susto de ver a alguien caminando a la orilla de la quebrada en la misma dirección que lo hacía él! Pero, ¿a estas horas? Concuerda que tal vez haya estado en su misma situación: regresando de cacería. Esta última observación le resulta difícil de ser aceptada, porque está seguro de haberle visto con las manos vacías, casi escondido entre los matorrales. De todas maneras se siente culpable.
Ahora no está seguro sobre las consecuencias de su disparo. Si antes no creía a los viejos cuando comentaban sobre almas en pena. ¿Por qué ahora tendría que creerles? Sin embargo, cree haberle escuchado quejarse, lamentarse... eso... ¡Sí! ¡Quejarse! ¡Qué bruto! Debía estar herido para no contestar cada vez que le gritaba. ¿Pero cómo no pudo darse cuenta? ¡Qué tonto!, y encima de repente ahora esté muerto gracias a su intervención . ¡Valiente intervención! Eso no lo perdonaría nadie, porque después de todo había sido cobardía esperarle en el recodo para dispararle. Eso es un crimen y él es el único culpable. Entonces le asalta la idea de verse condenado, avergonzado y humillado ante sus familiares, tildado de cobarde y mal ejemplo para los niños. No le queda otro remedio que regresar y actuar lo más rápido posible.
Ahora está convencido que el perseguidor era un cazador herido que buscaba su apoyo y que por alguna razón temía acercarse. “Por temor, tal vez a asustarme; y vaya que lo consiguió”. Piensa en las consecuencias. Está seguro de haber acertado, porque no solía fallar a dos pasos de distancia, así estuviera a oscuras... a menos que...
Pero no hay nada. Ni un solo rastro que identificara algún signo de violencia. Se queda buscando más de media hora, tratando de corroborar su pensamiento, fijándose en cada detalle, ayudado por los relámpagos. De pronto desea la aparición de un cuerpo y confirme su sospecha de una persona persiguiéndole. Ni siquiera alguna rama quebrada que indicara señal de arrastre. Entonces, ¿de dónde diablos llegaron los quejidos en el momento que hizo el disparo?
Ha dejado de llover y sólo queda una noche espesa y terrible. ¿Dónde está el cuerpo? La búsqueda es en vano. Por más que se esfuerza no encuentra nada. Hubiera dado su vida por tener la compañía de alguien. Tiene una preocupación y quiere compartirlo.
¿Y si fue una alucinación producto de su estado de ánimo? ¡Oh no! Realmente él nunca llegó a distinguir nada que no fuera más allá de una sombra moviéndose entre la maleza y los troncos de plátano, aunque en más de una oportunidad haya pensado lo contrario. Esto no puede ser. Ya no sabe qué pensar. ¿Si fue una alucinación o una alma en pena? ¿O un cazador herido? Mueve la cabeza. Trata de sonreír recobrando la lucidez. “Estoy cansado, no alcanzo a comprender nada”.
Le agrada la paz que respira en ese momento. Observa el cielo y se da cuenta que han empezado a desaparecer las nubes negras. Debían ser como las cuatro de la madrugada. Saca otro puro y comienza a fumar despacio, aspirando con fuerza, sintiendo que sus músculos se llenan de energía. Decide continuar su camino y llegar al puente nuevo antes de las cinco. De ahí a su casa, era cuestión de minutos.
Pero le preocupa el silencio que hay en la selva. Un silencio que le parte el alma. Sólo sus pasos hundiéndose en el agua. Nunca estuvo con más ganas de llegar a casa que ahora. Así que acelera el paso. El ruido que hacen unos insectos bordeando la orilla, le asusta un poco. Pero ya los conoce. No les toma en cuenta. Lo mismo sucede con las hojas que golpean la orilla de la quebrada. Se ríe de su miedo inicial. ¡Qué nochecita! Sus ojos y oídos tratan de clasificar los ruidos y movimientos: crepitar de olas chocando con las piedras, hojas que caen a la orilla, lagartijas que corren raudas y se pierden entre la maleza, luciérnagas que se prenden y apagan. Trata de mantener la idea que al final sólo fue una simple alucinación que casi lo lleva al borde de la locura.
Se seca la frente porque, sin darse cuenta, ha empezado a transpirar. Fuma apurado. Camina pensando que le falta poco menos de media hora para llegar al puente. Ya los ruidos no le molestan. Ni siquiera ese silbido agudo que cruza la orilla de la quebrada de extremo a extremo, como tratando de llamarle la atención, porque ahora está convencido que en la selva se confunden los ruidos y las formas. Tampoco le llama la atención un ligero chapoteo en el agua, casi a sus espaldas, como que alguien zambulle el pie y deja escurrir el agua lentamente, para volver a sumergir el otro pie de la misma manera. ¡No! No puede llamarle la atención, porque temprano había padecido esa alucinación.
Pero estos pasos están cerca. ¿Pasos? Se detiene bruscamente y piensa: ¿Pasos? ¿Otra vez? ¡Qué tontería! ¿Pasos? ... ¡Sí... son pasos! Alguien empieza a moverse detrás de él. Alguien vuelve a arrastrar los pies sobre el agua, con mayor fuerza. No tiene duda: lentos y tímidos se acercan a él. Entonces, casi sin querer, asocia la escena del velorio de Isidoro, hace menos de una semana: Justina llorando, y el perro, en un rincón de la casa, gruñendo. Y entonces recuerda al Isidoro muerto. Y recuerda también a la mujer del difunto, la Justina coquetona que él no despreció: entre los arbustos del huerto hicieron volar la imaginación más allá de lo permitido, sin acordarse de Isidoro... ¿Cómo se enteraría? ¿ Entonces? ¡Es el Isidoro!
Su razonamiento demora fracciones de segundo, luego el miedo se apodera de él. Se estremece, transpira copiosamente; sus piernas comienzan a flaquear, siente que en cualquier momento le pueden fallar. Rápidamente gira el rostro y se encuentra frente a la sombra que le estira los brazos dejando escapar sonidos guturales.
—¡No...! ¡No puede ser...!
Lanza un grito estremeciendo las hojas y agitando las olas. Luego empieza a correr, resbalándose, sosteniéndose entre las peñas, sin importarle el dolor que le causa el dedo gordo, ni que sus manos comiencen a rajarse, dejando huellas de sangre entre las piedras y los arbustos. Tiene el pelo desordenado, la boca llena de espuma y los ojos abiertos, saliéndose de sus órbitas. Siente que sus pasos se vuelven lentos y cortos. Un cuerpo frío roza el suyo: ya no piensa que es el viento. Un aliento roza su cuello, una mano trata de posarse en su hombro jalando su camisa. Entonces se le ocurre gritar: ¡Auxilio!....
Distingue el puente, pero los malditos pasos le pisan sus talones» ¡Alguien tiene que ayudarme!» La selva vuelve a gemir a través de ese silbido de muerte que escucha, primero lejos, luego cerca, casi rozando su cabeza. “¡Debo volver a gritar!”, piensa, pero él ya no puede más, siente que le falta aire, que la muerte ronda por su cabeza, que no tiene tiempo de escapar, que está ahí, a sus espaldas, que una mano se aferra a su camisa y jala... ¡No!... ¡jala, jala!... y entonces un grito, ayyyyyyyy


...


Dos hombres enfocan sus linternas. Apenas pueden ver. La noche no ha terminado y una ligera garúa amenaza la mañana. «Ahí esta», dice uno de ellos.
Está tendido en el camino, tiritando. Tiene espuma en la boca. Al verlos llegar abre los ojos con desesperación.
—¡Escuchamos su grito buen hombre! ¿De dónde viene a estas horas? -pregunta uno de ellos.
—Está amaneciendo -afirma el otro-. Vamos. Le acompañaremos a su casa.


Esa noche, alguien le dijo entre sueños: “Si no fuera por esos dos hombres que se aparecieron en el camino, a estás horas estarías muerto”.

Amigos de Juanjui




Evelyn













Promocion "Javier Heraud" (2007)




Juan Rodríguez y Eduardo Cappillo

Teníamos por aquel entonces 18 años y pensábamos conquistar el mundo con nuestras ilusiones.

martes, 9 de septiembre de 2008

Hay caminantes y caminos

La chica subió al viejo taxi sin ánimo de entablar una conversación. El taxista miró de soslayo entre las cosas de la muchacha y observó una novela de un autor que admiraba. La chica no ofrecía ninguna posibilidad de entrar en confianza. El trayecto era largo. El embotellamiento que se formó faltando poco menos de diez cuadras para llegar al destino final (gracias a un paseo de antorchas), favoreció el desarrollo de los acontecimientos. Una ligera maldición, algunas opiniones cruzadas y la sugerencia final: ¡hermosa novela la que está leyendo, señorita!Entonces, sucedió como en los cuentos de hadas: se abrió la puerta de la indiferencia y surgió una muchacha maravillosa, con la sonrisa a flor de labios, comentando los capítulos que estaba leyendo. La hora que tardamos en salir del embotellamiento, ni siquiera se hizo notar. Lo que al comienzo fue una mirada parca y sombría y un tono de voz algo imperativo, terminó con un beso en la mejilla, fuerte apretón de manos y la posibilidad de un encuentro en cualquier evento literario.Lo que logra una buena lectura y un buen libro.Esto que no pasa de ser una anécdota, dice a leguas la posibilidad de vencer los obstáculos para abrir las puertas e la indiferencia. El camino está lleno de piedras que nosotros nos encargamos de sembrar. Sin embargo, bastan pequeños golpecitos para despejar el camino. Esa luz que llega nos alegra el corazón y nos hace abrigar esperanzas.-¿Escribes? -preguntó la muchacha.-Sí -contestó tímidamente el taxista.-Fíjate que yo también -contestó la muchacha.Entonces sus ojos se agrandaron y sonrió como no lo había hecho durante el trayecto; y, antes de perderse por esas calles barranquinas, agitó el libro que estaba leyendo.Hay caminantes y camino, solo nos falta reconocernos...

¿Eres escritor?

En Lindao, hermosa ciudad alemana, nos obligaron a bajar. Un grupo de peruanos buscaba acercarse a esta Europa indiferente, que mostraba su rostro cauteloso ante la presencia de angustiados latinos. El policía nos acomodó en la vereda, dejándonos frente a la puerta de su oficina. A pesar del poco sol que nos llegaba, nuestra ropa delgada se iba congelando. La más anciana del grupo empezó a temblar. No sabía si era por miedo o por el frío. Su hija hizo la señal de la cruz y antes de ser llevada ante la presencia del jefe de policía sacó la Biblia y empezó a repetir en voz alta mientras iba dando pasos cortos: "No debo nada, no temo nada".Perdimos el tren que nos traía de Praga. Vi al jefe de policía: sus bigotes me avergonzaron. Me sentí hermoso, ufano de ser como era. Rebuscó entre mis pertenencias y encontró mis viejos manuscritos: cuentos para ser corregidos, novelas sin terminar, recortes de periódicos, cartas para los amigos y documentos de identificación.Me volvió a mirar y a través de unas señas que comprendí bien, empecé a desnudarme. Claro que me sentía orgulloso de ser peruano. Aún así estaba desnudo en la estación de Lindao, estudiado por un maldito policía, sin tener piedad de mi, que me iba congelando de frío y empezaba a castañear los dientes. De pronto sonrió. ¿Eres escritor?, preguntó en un español mal hablado, mostrándome mis apuntes.Entonces yo también sonreí. Cambió su rostro, y haciendo señas me obligó a vestirme. ¡Escritor!, repetía y balanceaba mis apuntes. Al poco rato estuvimos cogiendo el siguiente tren que nos llevaría a Suiza. Pero esa es otra historia...

Una perla por descubrir





























MUCHAS VECES me había hecho la ilusión de volver a mi tierra cuando sentía que me invadía una nostalgia de nunca acabar. Era el momento que me transportaba hacia Huinguillo, mi pequeño pueblo, a orillas del río Huallaga, sonriendo a los míos, caminando por la única calle que tenía y que unía el cañaveral de tía María con el huerto de don Martín.Una mañana de finales de agosto, motivado, tal vez, por la lectura de alguna carta enviada por mis primos, que se hizo con mayor frecuencia desde que terminé la secundaria, en la cual reiteraban su invitación de pasar con ellos una temporada, me atreví a comentar que estaba dispuesto a viajar la segunda semana de setiembre para presenciar las actividades por la fiesta patronal y la primavera.Eran tantos los comentarios que me habían hecho llegar que, a pesar de haber vivido en ella mis ocho primeros años, no había tenido la satisfacción de disfrutarla, producto tal vez por la decisión de mis padres de habitar río arriba, por los pueblos de Huinguillo y Quinilla.Sin embargo, estaba dispuesto a no dejar pasar esta oportunidad. Así que haciendo a un lado mis pocas ocupaciones como escritor peruano, enrumbé hacia esta hermosa tierra. Soportar las inclemencias de un viaje terrestre se ve compensado gracias al hermoso paisaje que se observa apenas pasamos el túnel de Karpish, dejando atrás la ciudad de Huánuco, y llegar a Tingo María. Esta última ciudad es la sede de la Universidad Agraria que saca los mejores técnicos de la región. Tiene un programa para visitar la cueva de las lechuzas, la cueva de las pavas. Sin embargo, la característica principal de Tingo María es aquel cerro donde asemeja la imagen de una muchacha tendida boca arriba, con su larga cabellera. Tingo María es la ciudad de “La Bella Durmiente”.Durante la década del 80, las ciudades de Tocache y Uchiza han soportado la violencia del narcotráfico y el terrorismo, sin poder diezmar el empuje de sus habitantes y sus ganas de seguir en la brega. Hoy son ciudades que crecen a pasos agigantados y amenazan con destronar a muchos pueblos que se consideran antiguos, gracias a su cercanía con la costa y ser pueblos estratégicos entre Pucallpa y Tingo María.La carretera sigue de frente, muchas veces paralela al río Huallaga que, desde arriba, la observamos como una serpiente que ondea en forma caprichosa, bordeando pueblos y formando islas donde atracan los botes y canoas que recogen los productos como plátanos, sacha papa, naranjas, dale-dale, el rico cantón, pescado salado, carne de monte, etc., para ser comercializados en las ciudades principales. Esta carretera (a pesar de estar en su primera etapa) me llamó la atención por lo hermosa que estaba quedando y lo importante que resultará para estos pueblos. En cada caserío se observa alegría, ganas de seguir sembrando productos alternativos como el cacao, el café, arroz, etc., y tantos otros productos que cada día se descubre como una maravilla de la selva peruana.Llegué como a las siete de la noche, sudoroso, oliendo a polvo del camino, pero alegre, sintiendo que en mi alma reposaba algo de nostalgia por mis continuos retrasos para regresar a mi pueblo. Respiré profundamente, llenando mis pulmones de este aire que extrañaba desde mi salida de Lima. Recibí muchos saludos y muchas palmadas, pero lo que me entusiasmó en demasía fue escuchar esa música llena de recuerdos, encadenado a mi vida escolar, y a mis tantas escapadas hacia el local social para ver a las parejas de baile. Eran grupos típicos que resonaban en cada cuadra, compitiendo entre sí, mientras la gente danzaba y dejaba escapar ramilletes de alegría. Ahí estaba yo, dispuesto a disfrutar de una fiesta que hacía tiempo estaba programada y recién tenía cabida en mí.Lo primero que hice fue darme un buen baño, y después salí a recorrer el pueblo con un primo que me servía de guía, sin importarle que yo tenía el mismo conocimiento de la ciudad. A pesar que era de noche pude observar que las calles habían sido adornadas con cadenetas, cada una con un estilo diferente, porque había un premio a la calle más alegre y mejor arreglada. Para eso habían contratado a un conjunto encargado de hacer bailar a todos los habitantes de la cuadra. En un momento determinado salían a recorrer las calles cercanas y se armaban competencias, donde el protagonista principal era la pandilla, una baile donde se tiene que soportar empujones, pellizcos y los embates de la pareja rival (todo en completa armonía). Por donde alguna vez estuvo el aeropuerto tenía lugar una especie de feria que convocaba a buena parte de la población, ávida de comprar curiosidades. Este terreno, según comentarios, será en un futuro cercano, un boulevar que albergará, piletas, un pequeño escenario de atracciones culturales, y no sería nada raro que a su alrededor se ubicaran un museo y una biblioteca, dando origen a un esparcimiento cultural, como festivales musicales, recitales poéticos (con invitados que nunca se hacen de rogar), veladas criollas, etc., y tantas otras actividades para lo cual se prestaría el boulevard.Al día siguiente Juanjui me pareció que amanecía más temprano que de costumbre, o era que dada la calor no podía conciliar el sueño como se acostumbra en la costa, lo cierto es que antes de las seis mi primo estaba despertándome para invitarme al Carlos Wiesse, uno de los principales colegios junto con La Inmaculada, a participar de las actividades que celebraban por motivo de los 25 años de la promoción 81. Pero antes salí a recorrer el Puerto Amberes y me di cuenta que ya no mostraba el mismo paisaje de años atrás: ni las mismas chinganas que ofrecían aguardiente y pescado salado, tampoco balseros que ofertaban plátanos y frutas. Sin embargo a los extremos de la calle seguían las casas-huerto llenos de plantas de coco y naranjos de donde pendían nidos de paucares como cartuchos hechos de pajilla.Había llegado a Juanjui, y de alguna manera sentí que buscaba capturar mis huellas dejadas años atrás. El pueblo encerraba muchos recuerdos que fueron llegando a mi por torrentes: Educo peleando conmigo por una “chapitas embarradas”; Hilber disfrutando de una catana que me endilgaba un tipo que no recuerdo su nombre; una tal Teresa jalándome del pelo por ordenarle “Teresa, tiende la mesa para comer la gallina tiesa...”. Juanjui, entonces, era un pequeño pueblo: apenas unas cuantas calles mal empedradas y un grupo electrógeno que daba vida a las casas aledañas. Pero, ahora que lo encontraba, después de tantos años, tenía la certeza que había progresado más allá de lo imaginado. De todas maneras, el lugar seguía mellando en mi corazón. Cada casa con su pequeño huerto lleno de frutas, me traía recuerdos de cuando nos escapábamos de la escuela para perdernos por los huertos en busca de nidos de gallinas... Sólo una pregunta mellaba en mi mente: ¿Tendría el tiempo suficiente para recorrer cada uno de sus calles, reconocer casas, establos, montar a caballo, tirar del anzuelo y de la atarraya, y arriesgarme, otra vez, a navegar en este río?Esas preguntas quedaron flotando en el espacio porque el tiempo me quedó corto dada la intensa actividad que desarrollé sin una programación de antemano.El colegio había dispuesto pequeños ambientes para cada promoción, contándose desde el año 1972 hasta el actual. Previo al ingreso a los ambientes del colegio, las promociones desfilaron por la plaza de armas, acompañados de sus respectivos atractivos como una banda típica que amenizaba el desfile, un conjunto de bailarines, algunos profesores y las hurras respectivas.Cuando menos lo pensé me vi uniformado. Me sentí halagado por esa confianza que la promoción “Javier Heraud” depositaba en mí. Yo, que hasta ese momento me entretenía disparando mi máquina fotográfica y hacía algunos apuntes tomando en cuenta mi inclinación de narrador, de pronto estaba con el número 2 en la espada y una gorra sobre la cabeza, tratando de atenuar el intenso calor que amenazaba con crearme un malestar general.Demás está decir que me paseaba entre los ambientes, disfrutando de la alegría que cada promoción dejaba entrever. Nadie se quedaba parado: todos bailaban alrededor de su equipo de fútbol, levantaban la cerveza, la chicha o el agua tónica y gritaban a todo pulmón, haciendo competencia al locutor que de vez en cuando bajaba del escenario para efectuar entrevistas a los más entusiastas.Ganamos porque el equipo contrario no se presentó, tal vez porque celebraron antes del inicio del encuentro, y eso fue motivo para que nosotros saliéramos a festejar al estilo de esta hermosa tierra: es decir, cantando, bailando, comiendo y degustando una cerveza ecológica que ofrecía Marisol, una buena señora que acompañaba a la promoción juntamente con su esposo.A las diez de la mañana del día siguiente ganamos el primer encuentro, pero el siguiente perdimos, aún así estábamos complacidos con nuestra actuación. Me sentí identificado y compartí la alegría de la promoción que me acogía con una emoción que no puedo describir, a pesar de los tantos años de mi ausencia, lo que fue motivo para comprometerme en futuras actividades.Por la noche empezó una fuerte lluvia, con relámpagos y truenos, y se prolongó hasta más allá de las doce de la noche. Aún así, parte de la población acudió al baile realizada en la explanada del colegio Carlos Wiesse; pero yo no tenía cuerpo para más. Tomar, comer y bailar, agotó mis posibilidades de conocer el ritmo de Los Cuervos de Rioja y el Sonido 2000 de Tarapoto. Juanjui se vestía de fiesta para recibir la llegada de la primavera. No era el Juanjui de mis años juveniles, donde todo aquel que se cruzaba era un conocido y te hacías merecedor a un saludo. Ahora este Juanjui era una ciudad pujante, moderna, con la misma alegría de siempre, pero con otra «vestimenta», otro colorido, llena de cabinas telefónicas y de Internet, entusiasmada por el futuro, globalizada, esperando la pronta apertura de su nuevo aeropuerto. La reina y su corzo desfilaron el día 24 antes de las cinco. Mientras esperábamos, degustamos una cerveza de Iquitos y aprovechamos para conversar con Roldán Rojas, un joven candidato a la alcaldía, que tuvo la gentileza de compartir con este cronista, parte de sus proyectos.Pasó la reina antecedido por un corso de bailarines vistiendo trajes típicos, regalando sonrisas y caramelos, alegrando a los jóvenes que se esforzaban por robarle una mirada de ternura.Juanjui seguía bailando. La calle donde estábamos, arrancó con una pandilla alrededor de la umsha. Me confundí entre ellos para imprimir algunas fotos mientras los músicos se esforzaban, como si trataran de filtrar los sonidos a través de las imágenes. La lluvia continuó al día siguiente. Y mientras observaba el esfuerzo de mi tía Rosa por alejar la tormenta amparándose en sus «poderes mágicos» que le daba el fumar una pipa que llamaba «General» y que, según su creencia, podía darle ese poder si le avisaban a tiempo la llegada de una tormenta, me dirigí hacia la puerta en un vano intento por seguir escuchando la música típica que se había esfumado hasta el próximo año.Me quedé un día más por conocer las bondades de los baños termales de Sacanche (a casi una hora de Juanjui) y descubrir que esta región tiene muchos encantos que ofrecer (sin contar el encanto mayor del Parque Nacional del río Abiseo, donde se esconde el Gran Pajatén). Demás está decir que el próximo año me haré presente con un poco más de tiempo y siguiendo la ruta del río Huayabamba, visitar los pueblos de Pachisa, Huicungo, etc., y si Dios lo quiere y las fuerzas lo permitan, llegar al Gran Pajatén. Pero eso será otra historia. Por hoy es suficiente.