martes, 16 de septiembre de 2008

¿Por qué lo hiciste, Ofelita?




En cualquier momento la campana estaría dando los tres toques anunciando el inicio de clase. Cada minuto que pasaba significaba acelerar los latidos de su corazón. Ofelia miró a sus compañeros de aula. Luego fijó su pupila en el tronco de naranjo de cuya rama principal pendía una casa de avispas. Recordó las ocurrencias del Director de la escuela al molestarla cada vez que los alumnos rondaban por el árbol.
—¡No debiste faltar por la mañana! —dijo, Jorge, el menor del grupo.
Ella le hizo un gesto levantando sus hombros.
—¡Todos preguntaron por ti! —continuó, Jorge, enseñándole las copias de la clase—. ¡Mira, esta estuvo difícil!. No te imaginas, casi nos suena el profesor. Estuvo terrible...
Ofelia sonrió y levantando sus manos acarició el pelo de su pequeño amigo. Después rechinaron sus dientes. Afuera se oía bulla infantil: los chicos corrían, persiguiéndose entre sí, llegando a los arcos de madera donde se trenzaban en una lucha abierta, para luego perderse por los salones. Algunas chicas jugaban con las hojas, esparciendo las gotas de lluvia.
Miró al resto de sus compañeros. Parecía que estuvieran pendientes de cuando arrancara a decir alguna palabra: Armandina mascaba la punta de un lápiz mientras, Laura, su compañera de carpeta, deshojaba las hojas de un cuaderno; Robinson, parado, de espalda al salón de clases, contemplaba el patio; Julio, el que le celebraba con cualquier muchacho, no había llegado. Sentía que, a ratos, la fusilaban con la mirada.
—¡Estoy contigo, Ofelia! —dijo, Jorge, mirándole como solía mirarle en sus momentos de ternura.
—¡Gracias, Jorgito! —contestó, Ofelia, llevándose un dedo a la boca—. Yo siempre he confiado en ti.
Pero ahora no quería confiar en nadie.
—¿Por qué lo hiciste, Ofelita? —preguntó mientras se mordía un dedo. Jorge la miró, buscando sus ojos, tratando de encontrar respuestas más allá de lo que pudiera contestarle Ofelia.
Entonces, ella cayó en cuenta que la tarde iba a ser muy larga si continuaba ahí. Jorge no preguntó más, esperaba una respuesta que Ofelia no pensaba darle. Pero él siguió mirando, como si tratara de penetrar en ella, levantando sus dos cejas, adoptando cierto aire de importancia.
—¿Qué cosa hice? —preguntó, mirando a todos.
—¡Todos lo saben! —contestó, Jorge.
La risa de Robinson no se hizo esperar. Era una risa larga, con algunos espasmos que la entrecortaban. Armandina dejó de morder la punta de su lápiz para dirigirle una mirada que ella no supo calificar. Laura abrió la boca y fue torciendo los labios como si intentara un silbido profundo. Ofelia quiso llorar, pero se mordió los labios. Estaba metida en un torbellino. Cada una la iba desmoronando con la mirada.
—¿Qué cosa saben? —preguntó con voz apagada.
Se hizo una pausa que la asustó. Después estalló un grito que hizo voltear a los muchachos que jugaban en el patio.
—¡Tú y Gustavo! —gritó, Robinson—. ¡No te hagas la loca! Les vieron escondidos entre los cañaverales —Su rostro se encendió como un leño recién prendido. Había esperado este momento para soltar su furia, desde que se enterara que Gustavo y Ofelia...
Ella sabía que llegaría este momento, no podía exigirles discreción. Pero nunca pensó que sus compañeros de aula la condenaran. Sin embargo, tal vez, habría actuado de la misma manera, ¿quién sabe?
—¡Creo que te van a expulsar! —exclamó, Jorge—. ¡Así es el comentario!
—¡Cállate! ¿Quieres? —gritó, bajando la cabeza, tratando de ordenar sus ideas—. ¡Yo no tengo la culpa!
Nadie tiene la culpa. Eso lo pensó por el camino y se lo comentó a su madre antes que llegara a enterarse por los chismes que irían sacando las comadres. Además, ¿de qué la podrían acusar? Hacía tiempo que mantenía un noviazgo secreto con Gustavo y que, ayudado por las lenguas sueltas, no podían establecer relaciones sin verse enredados en problemas que significaban castigo y burla de la gente del pueblo. Pero, ¿tendría que importarles? Movió la cabeza. Entrecerró los ojos sin darse cuenta que había congregado a todos los alumnos en el aula.
—¡Por tu culpa! —le volvió a gritar, Robinson—. ¿Crees que Gustavo regresará a la escuela?
Gustavo se lo dijo claro que, cruzando el río, se haría una chacra donde sembraría maíz y algodón en cuya entrada pondría una casita de palma con un horno al fondo, para que nunca les llegara a faltar pan; eso le fue gritando mientras arrancaba a correr, huyendo de la mirada de doña Isolina. Se frotó los ojos para esconder una posible lágrima.
—¿Falta mucho para que empiece la clase? —preguntó, limpiándose la nariz.
—¡Casi nada! —contestaron en coro.
Se levantó, sacudió su falda, llegó hasta la puerta y, sin pedir permiso a Robinson, intentó pasar.
—¿Estás escapándote? —preguntó, Robinson, sin darle pase.
Ofelia no contestó. Se quedó parada. Dio una mirada al patio donde seguían jugando los demás escolares. En cualquier momento tocarían las tres campanadas dando la señal de entrada a las aulas. No se apareció Gustavo. De repente se haya ido al otro lado del río, a construir la casa que había prometido. Pero, ella, entonces, ¿qué hacía ahí, soportando la indiferencia de sus compañeros? No se lamenta porque no hay nada de qué lamentarse. Ella siempre ha pensado que la vida le enseña a uno más de lo que debe. Gustavo y ella aprendieron demasiado pronto. El tiempo se les vino con todo con el premio de soportar los chismes de doña Isolina. Así lo comentó a Gustavo y él, riéndose, le dijo, “no hagas caso de ella” .
—¿A qué has vuelto? —preguntó, Armandina.
—¿Por qué no se callan y dejan de seguir acosándome con sus preguntas?.
—¡Vaya, vaya! —exclamó, Robinson—. ¡La señorita está alterada! ¡Disculpe, Ud...!
—¡Te hubieras quedado en casa! —siguió, Armandina.
—Vine a mirarles por última vez, pero creo que no ha valido la pena... ¡Ya me voy...!
—¿Van a tener hijos? —preguntó, Jorge, levantándose.
Ofelia se puso roja como esas mariposas que vuelan por su huerto, al mediodía.
—¡Sí! —contestó, haciendo a un lado a Robinson— ¡Y todos, escuchen bien, todos nos vamos a consumir en la chacra!
Se oyeron tres toques de campana. Se arregló el cabello. Miró a cada uno de sus compañeros. Su buen amigo, Jorgito, le apretó las manos. Se había propuesto no llorar. Mordió sus labios al sentir que un nudo se iba atracando en su garganta. Armandina alcanzó a estamparle un beso. Ofelia se quedó mirándola, sintiendo que debía correr. Al darse cuenta de la presencia del Director de la escuela, parado, detrás de ella, con las manos apoyadas sobre la cadera... recién arrancó a llorar...


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