martes, 16 de septiembre de 2008

¿Pasos?


La una de la madrugada. La luna se va ocultando poco a poco para dar paso a unas nubes negras que amenazan con malograr la noche. A las justas puede distinguir entre el follaje ayudado por una pequeña linterna. Se mueve con sumo cuidado, fijándose en casa paso que da. Observa la quebrada. Considera que es mejor seguir la corriente y caminar por sus aguas para evitar el posible tropiezo con alguna serpiente que pudiera estar enrollada en medio del camino. Evita resbalarse cogiéndose de los raigones. No le importa estar confundido entre las aguas. ¡A la hora que se le ocurre regresar a casa! El machete y la escopeta dificultan su paso, pero se las ingenia. No es la primera vez que retorna de una cacería a estas horas. Sin embargo, no deja de sentir algún cosquilleo en el cuerpo, cada vez que se encuentra solo, en medio de la selva.
Por ratos su rostro es golpeado por un viento frío que viene desde muy lejos, de allá, de arriba, de donde nace el Huayabamba. Un grillo emite un agudo chillido, estallando, seguidamente, una melodía monótona que contribuyen otros grillos. Se aturde. Una lagartija pasa fugaz por la orilla, rasgando las hojas muertas. Se agitan unas hojas de plátano que se extienden por el margen de la quebrada. Mueve la cabeza lentamente, tratando de escudriñar entre la maleza. Teme al otorongo. Lleva la mano derecha a la bolsa y coge un poco de coca. Empieza a masticar. Mientras hurga en uno de sus bolsillos en busca de un puro, escucha que hojas de retama caen sobre el agua.
Prende el puro casi al mismo tiempo que un chillido empieza a elevarse, agudo, penetrante. Mil grillos siguen con su sinfonía lúgubre. Sus oídos se agitan y cree escuchar un lento desplazamiento por la quebrada. El sabe que el agua, al golpear algunas raíces juntamente con el caer de las hojas, contribuye a crear sensaciones de ansiedad. Sin embargo, siente que alguien comienza a resbalarse entre las piedras, obligándole a girar el rostro para tratar de distinguir. Pero lo que se presenta es sólo un panorama nuboso, cuya monotonía es rota por el lento desfilar de las luciérnagas.
Pero alguien silba monte alto, monte bajo, cerca, muy cerca, casi a la orilla de la quebrada. Entonces sonríe recordando las ocurrencias de los pobladores cuando quieren asustar a los cazadores: silban imitando a los difuntos. Pero deja de sonreír cuando piensa que a esa hora es demasiado para que le jueguen una broma de mal gusto.
Otra vez escucha silbar muy cerca. Mueve la cabeza y empieza a caminar con cierto apuro, tratando de llegar al recodo donde está caído el árbol de capirona. De ahí a la casa de Mamerto era cosa de minutos. Es de la idea de aparecerse y tomar un trago para aflojar los nervios.
De pronto algo pasa rozando su cabeza, tratando de aletearlo. “Es el pajarito de la noche”, piensa. Pero ese silbido le empieza a molestar porque le impide coordinar sus movimientos. Junto a ese silbido cree percibir, nuevamente, el desplazamiento de unos pasos como los suyos, lentos y pesados; pasos que se hunden en el agua resbalándose entre las piedras; pasos que bordean la orilla y se detienen en la maleza. “Debe ser algún cazador”, piensa y pasea su mirada por los alrededores.
Sigue caminando. El viento que por ratos golpea su rostro enfriando su mejilla, trata de robarle la gorra. Empieza a dar vueltas la bola de coca masticándola suavemente. Escupe. Vuelve a sentir los pasos desplazándose tímidos y tétricos. Y lo más curioso es que cada vez lo siente más cerca. No quiere pensar. Se pasa la mano por la frente tratando de despejarse. Se detiene. Se encuentra parado en medio de la quebrada con la idea fija de voltear y apuntar la linterna hacia donde cree que provienen los pasos. Así que antes de continuar chupa el puro, da unas bocanadas de humo, escupe groseramente y voltea apuntando la interna, bruscamente, a todas direcciones.
Ahí, a unos 50 metros, borrosamente, cree distinguir una figura, parado en medio de los matorrales, con una vestimenta que le es familiar. Levanta la luz de la linterna y observa una sombra como rostro. No puede ver más. Trata de avanzar, pero la sombra empieza a alejarse separando las hojas y aplastando la hierba, haciendo crujir las ramas secas.
Se queda unos momentos tratando de razonar. ¡Extraño!, piensa. Se rasca la cabeza intentando una sonrisa con el fin de devolverse el ánimo y continuar su camino. Vuelve a enfocar tratando de descubrir algo más entre la maleza, eleva la luz hacia los árboles, apunta hacia las raíces y chicozales, luego entre las aguas de la quebrada. Pero no hay nada. Por un momento le invade un ligero estremecimiento, pero luego se sobrepone pensando que algún cazador está con ganas de jugarle una broma. Se sonríe; sin embargo, se niega a aceptar su razonamiento. Se siente pesado. Mastica la coca con más fuerza, tragándose el jugo. Se pone un poco nervioso al caérsele el cigarro entre las aguas. Se agacha y le salpican algunas burbujas mojándole el pecho.
Alguna vez se ha burlado de los cazadores que cuentan historias cada vez que salen de cacería que jamás pensó que llegara a vivir una situación como la de ahora. Saca otro puro y trata de encenderlo, pero una ráfaga de viento apaga los cerillos. Escucha, otra vez, lejano, el silbido que rompe la monotonía de la noche. Casi instintivamente coge el machete y la escopeta mientras un ligero estremecimiento la va recorriendo el cuerpo.
“Cuando seas grande, hijo, tendrás que internarte selva adentro para cazar los animales que cada día se alejan más; y eso es cosa de bravos, porque el viento penetra los huesos cuando viene cargado del frío del Huayabamba; de hombres como el silencio que hacen caso omiso al encanto embrujador de los demonios de la selva; de hombres como rocas, con el corazón fuerte y los nervios templados”; así solía decirle su padre antes de morir. Ahora le recuerda con una nitidez que le estremece. Empieza a molestarle un pequeño dolor en la boca del estómago.
Sigue caminando tratando de darle firmeza a sus pasos. “Estoy solo en medio de esta quebrada -piensa- y sin embargo siento que me vigilan”. Aunque está acostumbrado a internarse selva adentro, nunca había experimentado la sensación que ahora siente y que le han hecho recordar las frases de su padre. El silencio, que por ratos acompaña a la noche, se hace cómplice de sus temores. Siente un vacío tremendo ante la evidencia de sentirse vigilado, a esas horas de la noche, y sin posibilidades de descubrir a su perseguidor. ¿Se asustará?
Sigue caminando mascando su bola de coca y escupiendo, tratando de entretener su mente fuera de la quebrada. Levanta los ojos y se da cuenta que va llover. Empiezan a darse los primeros relámpagos iluminando la noche por fracciones de segundo. Acelera el paso. Pero he ahí que escucha, nuevamente, el silbido agudo perdiéndose entre el bosque. Se asusta y enfoca la linterna a todos lados tratando de distinguir algo. ¡Nada! Quietud por breves segundos, porque antes que él termine de apagar la linterna la selva empieza a agitarse por los muchos ruidos que se presentan; ruidos que tienden a prolongarse, que mortifican y persiguen, que vienen de lejos como perseguidos por ánimas malignas; ruidos que se acercan fugaces y se estancan en la orilla de la quebrada; como esos pasos que se arrastran muy cerca, a sus espaldas. ¿Pasos?
Otra vez siente que alguien vuelve a arrastrar los pies cerca a los matorrales, pesado, con una lentitud que le deprime. Ha empezado a caer gruesas gotas que anidan entre las hojas, golpeándolas levemente, entre las aguas de la quebrada. Entonces voltea y apunta la linterna tratando de sorprender a su perseguidor. Pero nada. Otra vez el vacío.
Sigue apuntando, ahora hacia el fondo de la quebrada, entre los peñascos, un poco hacia la orilla entre los montículos de arena. Ahí, cerca a unos troncos de plátano observa a la sombra que trata de esconder la cabeza, como no queriendo ser reconocida. Un suspiro profundo naciendo entre la maleza le escarapela el cuerpo. No tiene duda: alguien le está siguiendo y no quiere hacerse notar. Entonces le grita: “¡Cobarde! ¿Por qué te ocultas?” La lluvia le impide agudizar la visión. La sombra ha desaparecido. Sólo ve figuras borrosas que le crean confusión. ¿Cómo identirficarlo?
Camina lentamente, girando a ratos el rostro con cierta violencia, tratando de sorprender a su perseguidor. Por momentos retrocede un trecho largo. Quince minutos más y estará en el recodo donde está caído el árbol de capirona. De pronto se resbala, trata de cogerse de una peña y, ante su desesperación, suelta la linterna. Lanza un pequeño grito, busca entre las aguas, se apura sin sentir que un agudo dolor amenaza con adormecerle el pie izquierdo. “¡Maldita sea!”, grita. Se sienta sobre una roca para descansar, se saca la sandalia, tiene una torcedura en el dedo gordo, pero no le impide caminar.
Recuerda la casa de Mamerto más allá del recodo. Prende el puro, arroja un poco de humo y se levanta para reanudar el camino.
Casi no puede distinguir nada. De no ser porque la corriente de la quebrada sigue el mismo sentido que su camino hace rato que se hubiera perdido. Las luces que brindan los relámpagos le ayudan a salvar pequeños obstáculos. De pronto la selva se calla, ni siquiera el viento se atreve a golpearle el rostro como hacía unos momentos. Sonríe. Dice je, je, dos veces y luego deja escapar un grito que se eleva entre los árboles, consiguiendo que la selva se convierta en una sinfonía de chillidos y quejidos: un destello de luz le ha permitido observar una figura tres pasos delante de él. «¡Maldito!» -le grita- ¿Por qué te escondes? Nuevamente otro destello de luz le permite observar que está parado entre los troncos de plátano, cerca a la orilla, casi de espalda, algo encorvado, tocándose la cabeza con una de sus manos.
Entonces ese maldito silbido que anuncia su aparición vuelve a dejarse oír con insistencia, casi rozándole el oído. De pronto asocia la imagen con el pajarito que canta cada vez que una ánima maligna camina por la selva. Pero, ¿Por qué a él? Empieza a sentir un ligero mareo que amenaza con derribarlo. Mil formas se acercan a él: Isidoro recostado sobre la mesa, muchas velas que lo alumbran, su viuda Justina llorando, un perro que gruñe y él que la abraza mientras dirige una mirada al difunto.
Siente que sus piernas le tiemblan. Tiene que correr, si correr, pero... Trata de calmarse. Lleva las dos manos hacia la escopeta mientras el frío recorre su cuerpo. Se seca la frente con los puños, aunque la verdad de nada le sirve porque la lluvia se desata de tal manera que le impide visualizar. De pronto empieza a sentir miedo. Nuevamente un relámpago le anuncia la presencia de la sombra en medio de la maleza. Esta vez cree distinguir una sonrisa. Luego la oscuridad le sirve de marco al golpetear de la lluvia. Empieza a acelerar sus pasos sin importarle el dolor que acuna su pie izquierdo, mientras atrás cree escuchar que le imitan, arrastrando los pies, elevando quejidos y silbidos. Entonces corre mientras prepara su arma, con la idea fija de llegar al recodo lo más rápido posible y esperar su presencia, su maldita presencia. Alguien tiene que ser.
Es de la idea de disparar al primer bulto asomándose. No puede estar huyendo toda la noche. Ni bien llega se acomoda entre las ramas del árbol caído de capirona. Apunta. El viento empieza a golpear su mejilla. Quiere maldecir, pero sólo atina a morder sus labios. Suelta el machete para mejorar su posición. “Tiene que llegar y sentir la descarga de mi escopeta”. Afina el oído. Los pasos se hacen más insistentes. Son pasos de una persona grande y corpulenta, ¿Quién podrá ser?
No tiene tiempo de pensar más. Demasiado tarde para pensar. Tiene los pasos a sólo unos metros. Se agazapa, rastrilla el arma, trata de distinguir pero sólo descubre que una oscuridad lluviosa le acompaña. Nada que pueda ayudar a identificar a su perseguidor; sin embargo, le siente tan cerca que casi puede olerlo. Tiene la mano firme, puesta en el gatillo. La selva empieza a chillar mientras la lluvia se profundiza. El silbido se agudiza, cruzando la quebrada, para empozarse en ambas orillas. Entonces apunta a ciegas. “Tiene que voltear el recodo”. No le queda más que esperar. Está ahí, tenso. Sólo falta que haga su aparición y descargue su escopeta. Escucha el sonido de los pasos a escasos centímetros. No puede distinguir nada porque la oscuridad y el bullicio le aturden. Pero no tiene duda: algo se mueve entre una rama caída. Entonces el relámpago le descubre cerca a él, con los brazos extendidos y la boca abierta...
Un solo disparo estremece la selva, repercutiendo por varios segundos, mientras un agudo quejido se eleva perdiéndose entre los árboles que bordean la orilla. Después el silencio. Luego la noche es cortada por el movimiento de unas ramas al escapar animales asustados. Empieza a correr con los ojos bien abiertos dejando su bolsa de coca en medio de la quebrada. Siente que su aliento se puede cortar en cualquier momento. Corre sin detenerse varios minutos. ¿Hacia dónde? Recuerda la casa de Mamerto. Llega agitado. Golpea. Insiste. Grita. Descubre con desesperación que está solo, que no hay nadie en casa. Entonces gira el rostro con cierta angustia y se queda de espaldas hacia la puerta, arrodillándose lentamente, fijando sus ojos entre el bosque, esperando escuchar esos malditos pasos que le han estado persiguiendo. Se aferra a su escopeta, el dedo en el gatillo; y se sienta oyendo el golpetear de la lluvia sobre el techo de palma...
En ese estado se queda más de una hora, escudriñando cada rincón, sin parpadear, conteniendo el aliento y esforzándose por escuchar más allá de los que sus oídos le permiten. Está atento. Ya no cree en nada. Sabe que alguien le persigue o al menos le perseguía (no tiene dudas sobre el efecto de su disparo). Pero su preocupación, ahora, gira en torno a ¿quién pudo haber sido? Una nueva duda le empieza a atormentar: la posibilidad de haber cometido un crimen si quien le perseguía era realmente un ser humano. ¡No puede ser!
Mueve la cabeza tratando de darle firmeza a su pensamiento, pero algo en él empieza a removerle la conciencia, porque está seguro de haber acertado a algo. Estaba demasiado cerca para fallar. Pero, -piensa- vayamos por partes: «¿Qué estaba haciendo alguien, o lo que sea, a esas horas? ¿Sólo perseguirme y nada más que perseguirme? ¿Acaso me perseguía realmente o buscaba caminar en mi compañía? Lo único que había estado haciendo era caminar a mis espaldas, todo huraño, sin atreverse a pasarme la voz, ni encarar la situación». Se lamenta de no haber tenido el suficiente valor para correr tras él. De pronto se siente un torpe, cobarde, con ganas de abofetearse y recibir los peores insultos del poblado. ¡Dejarse llevar por el susto de ver a alguien caminando a la orilla de la quebrada en la misma dirección que lo hacía él! Pero, ¿a estas horas? Concuerda que tal vez haya estado en su misma situación: regresando de cacería. Esta última observación le resulta difícil de ser aceptada, porque está seguro de haberle visto con las manos vacías, casi escondido entre los matorrales. De todas maneras se siente culpable.
Ahora no está seguro sobre las consecuencias de su disparo. Si antes no creía a los viejos cuando comentaban sobre almas en pena. ¿Por qué ahora tendría que creerles? Sin embargo, cree haberle escuchado quejarse, lamentarse... eso... ¡Sí! ¡Quejarse! ¡Qué bruto! Debía estar herido para no contestar cada vez que le gritaba. ¿Pero cómo no pudo darse cuenta? ¡Qué tonto!, y encima de repente ahora esté muerto gracias a su intervención . ¡Valiente intervención! Eso no lo perdonaría nadie, porque después de todo había sido cobardía esperarle en el recodo para dispararle. Eso es un crimen y él es el único culpable. Entonces le asalta la idea de verse condenado, avergonzado y humillado ante sus familiares, tildado de cobarde y mal ejemplo para los niños. No le queda otro remedio que regresar y actuar lo más rápido posible.
Ahora está convencido que el perseguidor era un cazador herido que buscaba su apoyo y que por alguna razón temía acercarse. “Por temor, tal vez a asustarme; y vaya que lo consiguió”. Piensa en las consecuencias. Está seguro de haber acertado, porque no solía fallar a dos pasos de distancia, así estuviera a oscuras... a menos que...
Pero no hay nada. Ni un solo rastro que identificara algún signo de violencia. Se queda buscando más de media hora, tratando de corroborar su pensamiento, fijándose en cada detalle, ayudado por los relámpagos. De pronto desea la aparición de un cuerpo y confirme su sospecha de una persona persiguiéndole. Ni siquiera alguna rama quebrada que indicara señal de arrastre. Entonces, ¿de dónde diablos llegaron los quejidos en el momento que hizo el disparo?
Ha dejado de llover y sólo queda una noche espesa y terrible. ¿Dónde está el cuerpo? La búsqueda es en vano. Por más que se esfuerza no encuentra nada. Hubiera dado su vida por tener la compañía de alguien. Tiene una preocupación y quiere compartirlo.
¿Y si fue una alucinación producto de su estado de ánimo? ¡Oh no! Realmente él nunca llegó a distinguir nada que no fuera más allá de una sombra moviéndose entre la maleza y los troncos de plátano, aunque en más de una oportunidad haya pensado lo contrario. Esto no puede ser. Ya no sabe qué pensar. ¿Si fue una alucinación o una alma en pena? ¿O un cazador herido? Mueve la cabeza. Trata de sonreír recobrando la lucidez. “Estoy cansado, no alcanzo a comprender nada”.
Le agrada la paz que respira en ese momento. Observa el cielo y se da cuenta que han empezado a desaparecer las nubes negras. Debían ser como las cuatro de la madrugada. Saca otro puro y comienza a fumar despacio, aspirando con fuerza, sintiendo que sus músculos se llenan de energía. Decide continuar su camino y llegar al puente nuevo antes de las cinco. De ahí a su casa, era cuestión de minutos.
Pero le preocupa el silencio que hay en la selva. Un silencio que le parte el alma. Sólo sus pasos hundiéndose en el agua. Nunca estuvo con más ganas de llegar a casa que ahora. Así que acelera el paso. El ruido que hacen unos insectos bordeando la orilla, le asusta un poco. Pero ya los conoce. No les toma en cuenta. Lo mismo sucede con las hojas que golpean la orilla de la quebrada. Se ríe de su miedo inicial. ¡Qué nochecita! Sus ojos y oídos tratan de clasificar los ruidos y movimientos: crepitar de olas chocando con las piedras, hojas que caen a la orilla, lagartijas que corren raudas y se pierden entre la maleza, luciérnagas que se prenden y apagan. Trata de mantener la idea que al final sólo fue una simple alucinación que casi lo lleva al borde de la locura.
Se seca la frente porque, sin darse cuenta, ha empezado a transpirar. Fuma apurado. Camina pensando que le falta poco menos de media hora para llegar al puente. Ya los ruidos no le molestan. Ni siquiera ese silbido agudo que cruza la orilla de la quebrada de extremo a extremo, como tratando de llamarle la atención, porque ahora está convencido que en la selva se confunden los ruidos y las formas. Tampoco le llama la atención un ligero chapoteo en el agua, casi a sus espaldas, como que alguien zambulle el pie y deja escurrir el agua lentamente, para volver a sumergir el otro pie de la misma manera. ¡No! No puede llamarle la atención, porque temprano había padecido esa alucinación.
Pero estos pasos están cerca. ¿Pasos? Se detiene bruscamente y piensa: ¿Pasos? ¿Otra vez? ¡Qué tontería! ¿Pasos? ... ¡Sí... son pasos! Alguien empieza a moverse detrás de él. Alguien vuelve a arrastrar los pies sobre el agua, con mayor fuerza. No tiene duda: lentos y tímidos se acercan a él. Entonces, casi sin querer, asocia la escena del velorio de Isidoro, hace menos de una semana: Justina llorando, y el perro, en un rincón de la casa, gruñendo. Y entonces recuerda al Isidoro muerto. Y recuerda también a la mujer del difunto, la Justina coquetona que él no despreció: entre los arbustos del huerto hicieron volar la imaginación más allá de lo permitido, sin acordarse de Isidoro... ¿Cómo se enteraría? ¿ Entonces? ¡Es el Isidoro!
Su razonamiento demora fracciones de segundo, luego el miedo se apodera de él. Se estremece, transpira copiosamente; sus piernas comienzan a flaquear, siente que en cualquier momento le pueden fallar. Rápidamente gira el rostro y se encuentra frente a la sombra que le estira los brazos dejando escapar sonidos guturales.
—¡No...! ¡No puede ser...!
Lanza un grito estremeciendo las hojas y agitando las olas. Luego empieza a correr, resbalándose, sosteniéndose entre las peñas, sin importarle el dolor que le causa el dedo gordo, ni que sus manos comiencen a rajarse, dejando huellas de sangre entre las piedras y los arbustos. Tiene el pelo desordenado, la boca llena de espuma y los ojos abiertos, saliéndose de sus órbitas. Siente que sus pasos se vuelven lentos y cortos. Un cuerpo frío roza el suyo: ya no piensa que es el viento. Un aliento roza su cuello, una mano trata de posarse en su hombro jalando su camisa. Entonces se le ocurre gritar: ¡Auxilio!....
Distingue el puente, pero los malditos pasos le pisan sus talones» ¡Alguien tiene que ayudarme!» La selva vuelve a gemir a través de ese silbido de muerte que escucha, primero lejos, luego cerca, casi rozando su cabeza. “¡Debo volver a gritar!”, piensa, pero él ya no puede más, siente que le falta aire, que la muerte ronda por su cabeza, que no tiene tiempo de escapar, que está ahí, a sus espaldas, que una mano se aferra a su camisa y jala... ¡No!... ¡jala, jala!... y entonces un grito, ayyyyyyyy


...


Dos hombres enfocan sus linternas. Apenas pueden ver. La noche no ha terminado y una ligera garúa amenaza la mañana. «Ahí esta», dice uno de ellos.
Está tendido en el camino, tiritando. Tiene espuma en la boca. Al verlos llegar abre los ojos con desesperación.
—¡Escuchamos su grito buen hombre! ¿De dónde viene a estas horas? -pregunta uno de ellos.
—Está amaneciendo -afirma el otro-. Vamos. Le acompañaremos a su casa.


Esa noche, alguien le dijo entre sueños: “Si no fuera por esos dos hombres que se aparecieron en el camino, a estás horas estarías muerto”.

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